miércoles, 1 de mayo de 2024

Las fiebres de úkitah





 

“Manuscrito descubierto en el diario del desaparecido Jacob Callen”

 

 

Escribo estas temblorosas e irregulares líneas en las hojas de mi viejo y confidente diario. Ya sé que me queda poco tiempo en este pútrido, decadente y vetusto mundo. Y a los dioses doy gracias por ello y de que por fin esa hora esté cerca. Mientras escribo, miro con repugnancia e incredulidad los restos de la que una vez fue mi mano derecha. Y digo bien, oh sí, esta maldita fiebre está cambiando tanto mi mente como mi cuerpo. Lo que antes era el cuerpo fornido y esbelto de un trabajador que se dedicaba a sus tierras para sacar su sustento honradamente, ahora es una especie de masa informe y reptante llena de pústulas eclosionadas y trozos de piel jironados. ¡Maldito sea el día en que aquel hombre foráneo llegó a la aldea de Úkitah! ¡Maldito sea!

Me cuesta escribir, pues como os digo, lo que una vez fue mi mano ya no lo es. Pero haré un esfuerzo. Daré al mundo testimonio y fe de cómo aquel extraño hombre trajo consigo esta insólita fiebre que ha asolado casi por completo mi humilde aldea. Ahora recuerdo bien a los Thompson, los Hammill, los Sallow, los Berrycloth… tantas y tantas buenas personas… Y sí, digo bien cuando me reafirmo en decir que esta fiebre casi ha acabado con toda señal de vida humana en la aldea, puesto que yo soy el único que queda aún en ella. Pero no falta mucho ya para que me marche también.

Como os digo, la fatalidad cayó sobre nosotros cuando ese extraño extranjero apareció. El día que llegó, formó un gran revuelo debido a que no era costumbre recibir a forasteros por Úkitah, una aldea tranquila y alejada de otras tierras circundantes. Llegó caminando, solo, únicamente acompañado de un pequeño maletín de color poco usual y de singulares formas. Perfectamente ataviado, el hombre vestía un reluciente y peculiar traje oscuro, aunque lo que más llamaba la atención era su perfecto e inmaculado sombrero de copa negro. Al llegar al centro de la aldea, donde se encontraba el pozo de agua que daba sustento a toda la pequeña población, el hombre se paró. Abrió su pequeño maletín y extrajo un diminuto y raro objeto. Tenía forma de una especie de vaso, pero el color, al igual que pasara con el maletín, era extraño y, además, parecía tallado de una piedra muy peculiar y no conocida, por lo menos por el que os escribe estas líneas. El susodicho, con la mano izquierda, dio un gran tirón de la cuerda que sujetaba el cubo que nos permitía sacar aquel líquido y, casi sin esfuerzo alguno, extrajo del pozo el cubo rebosante de agua. Metió el inusual vaso dentro del cubo y lo rellenó con el fresco y cristalino líquido vital. A continuación, se acercó el vaso a la boca y sin más, procedió a beberla. Tras hacerlo, deslizó lentamente la cuerda que aún sostenía con su mano izquierda y devolvió el cubo de nuevo a las profundidades del pozo. Acto seguido, sacudió el vaso de piedra para quitar los restos de agua de su interior y volvió a guardar en su maletín tan extraordinario objeto, no sin antes secarlo con un pañuelo con esmero y dedicación. Hecho esto, se dio la vuelta y empezó a caminar y caminar, hasta perderse en dirección al bosque. Esa fue la primera y la única vez que alguien de la aldea vio a ese hombre.

 

En los días venideros, la vida en Úkitah siguió de manera normal y monótona. Los hombres trabajaban la tierra y cuidaban del ganado, las mujeres atendían a los hijos y preparaban la comida, los niños correteaban y jugaban por la aldea… Hasta que un día, la niñita de los Hammill, Eden, enfermó gravemente. Su padre, un buen hombre y muy trabajador, me dijo algo sobre una extraña fiebre que le había entrado y que la tenía en cama. Pasaron unos cuantos días y le volví a preguntar al señor Hammill por el estado de su hija. Para sorpresa mía, me contestó de feas maneras y me mandó al diablo. Me quedé estupefacto y anonadado pues no era hombre de tan grosera educación.

Volvieron a pasar varios días más, creo que un par de semanas, y llegó a mis oídos que la pequeña Eden había desaparecido sin dejar rastro alguno. Bueno… En cierto modo sí que dejó un rastro. Un extraño rastro de babas, líquido pegajoso y de trozos de piel. Aquel inhóspito vestigio indicaba que lo que pululó por él, se dirigió inequívocamente hacia el bosque. Muchos fueron los hombres que se organizaron para hacer batidas en aquel frondoso terrero para encontrar a la pequeña o, en el caso más desgarrador, hallar su cadáver, aunque todo hiciese indicar que sería esto último. Muchos fuimos los que buscamos por aquel bosque durante horas, pero solo unas inexplicables palabras salidas de la boca del señor Hammill, me hicieron sentir un escalofrío que me recorrió la espalda. Las palabras exactas fueron que jamás la encontraríamos. Casi sin que diese tiempo siquiera a pestañear, varios hombres se dirigieron hacia él con intención de atraparlo, debido a que aquellas palabras suyas parecieron una inculpación en toda regla, la cual, daba como culpable de la desaparición de la pequeña Eden a su propio padre. Pero el señor Hammill fue más rápido que todos esos decididos hombres. Sin que nadie lo esperara, sacó un cuchillo que guardaba al cinto y se rajó el cuello, al mismo tiempo que balbuceaba ensangrentado que no sabía en qué diablos se había convertido su hija.

Esas palabras retumbaron fuertemente en mi cabeza con el discurrir de las horas de ese fatídico día.

 

Y no fue hasta un par de días después, cuando todo empezó a tornarse más misterioso y perturbador. Esta vez fueron la señora Sallow, el señor Thompson y el hijo de este, quienes desaparecieron también tras dejar unos inquietantes y pringosos rastros, no sin antes sufrir de las extrañas fiebres que estaban castigando la aldea. Otro hecho singular fue el que le ocurrió a la señora Rendell. La señora Rendell era una mujer anciana, si no la más anciana de la aldea. Mujer de muchos años, vivió felizmente durante toda su vida en Úkitah junto con el señor Rendell, el cual ya falleció hace tiempo debido a una herida mal curada sufrida durante el trabajo. El caso es que la anciana, tras los sucesos anteriormente mencionados, salió una noche de su casa en camisón, gritando y corriendo sin rumbo como alma que lleva el diablo. Una vez que todos los vecinos estuvimos fuera de nuestras casas debido al gran alboroto formado por ella, la observamos con horror, al mismo tiempo que caía desplomada al polvoriento suelo. Rápidamente el señor Sallow y yo, fuimos en su ayuda. Tras voltearla, el señor Sallow la soltó enseguida debido a lo que vio. La señora Rendell estaba muerta. Pero no solo eso, además, tenía la piel abierta, como hecha jirones, y gran parte de su cara estaba cubierta de pústulas sangrantes que estaban empezando a eclosionar soltando una especie de pus maloliente y espesa.

Pero, sobre todo, lo que aún recuerdo a día de hoy y recordaré siempre, fueron las palabras que me dijo el señor Sallow. Me dijo que su piel ardía, que ardía tanto que quemaron sus manos. De nuevo aquella maldita fiebre.

Fue ella, La señora Rendell, la persona más anciana de toda Úkitah, el único cadáver que se pudo enterrar junto a la iglesia a causa de estas miserables fiebres. Cosa curiosa y peculiar…

 

 

Fue entonces, cuando los ya escasos cabezas de familia y adultos de la aldea, nos reunimos en conclave para intentar dar luz a tan inexplicables sucesos. Y sí, fue en esa reunión donde todos coincidimos en que aquel cetrino y alargado extranjero, trajo consigo aquel mal. Pero sobre todo aquellas inexplicables fiebres que hacían a las personas enfermar de forma tan violenta.

 Rápidamente actuamos. Derrumbamos y tapamos el gran pozo de agua que construimos entre unos cuantos hombres de la aldea décadas atrás. Daba igual. Había que erradicar este mal. Ya buscaríamos otra fuente de agua potable de la que suministrarnos.  De algún modo, ese hombre lo había envenenado con aquel vaso de color y material poco comunes, y con ello el agua que bebía toda la aldea haciendo enfermar a sus gentes. ¿El motivo? No lo sé. ¿Acaso el diablo necesita un motivo para hacer el mal? ¿Acaso las desgracias no ocurren porque sí? ¿No somos meros peones en un mundo donde fuerzas que no conocemos nos hacen bailar a su antojo?

Ahora ya poco importa todo. En un breve periodo de tiempo, el resto de las personas que vivían en esta pequeña pero agradable aldea se fueron yendo casi por completo. Habían desaparecido. No había cadáveres, solo un rastro pringoso y espeso de babas verdosas y azuladas salían de las casas destino al bosque. Uno tras otro, todos se fueron marchando. Siempre lo mismo. Siempre de la misma forma…

 

Fue una noche, la noche que contaba diez días después de la luna llena, en la que empecé a no encontrarme bien y oí una especie de cánticos provenientes del bosque. La noche era agradable y clara. Los chotacabras graznaban en la lejanía del bosque y en la ya casi extinta aldea. Aunque unas grandes fiebres se me empezaban a manifestar, las cuales me desestabilizaban y me perturbaban, logré ponerme en pie de la cama y vestirme. Acto seguido, salí de casa y un suceso extraño, de mal agüero diría yo, tuvo lugar. Tras girar a la derecha de mi humilde morada, pude ver en el establo de la ya desaparecida familia Berrycloth, a un grupo de chotacabras bebiendo la leche de las ubres de las dos cabras que aún quedaban con vida. Instintivamente y casi sin fuerzas, debido a la profusa fiebre, espanté a esos animales del diablo para que dejasen en paz a las pobres cabras que aún quedaban con vida. O eso me pareció a mí. Cuando me acerqué a ellas, pude ver como las cuencas de los ojos de éstas, estaban vacías y llenas de gusanos. De un respingo me puse en pie y froté fuertemente mis ojos. Fue entonces cuando el hedor me vino y supe que ya poco o nada en la aldea se encontraba con vida. Salí de allí como pude y me dirigí a la salida de la aldea, para ir tras ese enigmático canto que oí desde mi casa y que tanto me llamaba en mi interior. Mientras caminaba torpemente, observé en toda la esplanada del cielo, justo encima del oscuro bosque, una especie de luces muy extrañas y coloridas las cuales se movían de forma titubeante. Esas luces no eran de este mundo. De eso no tengo dudas. No estaban formadas por ningún efecto de la noche, del sol, de la luna ni por nada conocido. Eran unas luces que parecían tener vida propia. Como si las luces hablaran. Sí, las luces me hablaban. Me hablaban en mi interior. Esas luces parecían como si formasen un todo y a la vez una nada, estando en perfecta sincronización. Aún ahora, mientras doy fe trabajosamente en este escrito, dudo de si fue una visión creada por las fuertes fiebres.

Cuando ya me encaminaba con un esfuerzo sobrehumano a la salida de la aldea, algo me hizo quedar parado repentinamente, casi petrificado por el horror. Era un bulto negruzco, amorfo, ciclópeo, medianamente grande, el cual estaba justo en el camino de entrada que daba al bosque. Todo mi ser ardía y el sudor corría sin control por mi cuerpo debido a aquella extraña fiebre que no cesaba. Me restregué los ojos con las manos para espabilarme un poco y tras observar de nuevo, ahora lo vi claro. Era ese hombre. El maldito hombre enjuto y alargado vistiendo ese inusual traje con sombrero de copa y maletín en mano que aquel día llegó a la aldea para maldecirla. De pronto, unas palabras secas y profundas me taladraron los oídos:

- Aún no… -.

Intenté vociferarle algunas palabras, pero todo fue en vano. Todo se volvió negro de repente. Me desmayé.

Días más tarde, creo yo, desperté en mi casa, recostado sobre mi camastro. No tengo ni idea de cómo diablos volví a ella. Las fiebres eran ya muy intensas y en mi cuerpo, pude observar que se empezaban a crear unas pústulas de no muy buen aspecto. Quise levantarme de la cama para buscar ayuda, pero de repente caí. A estas alturas ya debería de ser el único ser vivo en toda Úkitah. Solo me quedaba esperar a la parca… o eso creí yo en ese momento.

 

El tiempo pasó y llegamos al día en que os estoy escribiendo este testimonio de fe irrefutable. El cambio físico en mí es ya evidente. La carne humana ya no forma parte de mí como tampoco sus huesos. La fiebre sigue estando, pero ya no es dolorosa ni molesta. Es como si a través del cambio físico, la fiebre formase ya parte de mí y a través de ella aprendiera. Y digo bien, mientras escribo en mi viejo diario la última parte de este relato, mi sabiduría y mi consciencia poco tienen ya que ver con la obsoleta forma de existencia que tenéis los seres humanos. Ya no tengo dolor. Ya no tengo miedo. Ya no tengo preocupación hacia un futuro desconocido. Ya no necesito realizar las necesidades básicas de un cuerpo humano arcaico y desfasado. Ya no me duele mi mano al escribir en mi diario porque, directamente, las letras aparecen escritas en la hoja sin necesidad de tocar físicamente la pluma que estaba utilizando hasta ahora. Tan solo necesito imaginar que escribo para que así sea. Mi mente ya no es prisionera de este tiempo y lugar. Mi yo ya no se rige por vuestros erróneos y anticuados principios físicos y matemáticos. Ahora he ido más allá. Ahora conozco estrellas, galaxias y lugares que jamás, ni en mis más alocados sueños de juventud, creí imaginar. Ahora conozco el idioma de los Ganameos, de los K`gulag, de los blasfemos y peligrosos seres de la gran Thalirosia, de los quisquillosos seres pigmeos de la baja Cilaki… Ahora soy un todo con los universos, las galaxias y los espacios no euclidianos. Ahora sé la verdad sobre los creadores de mundos. Ahora sé la verdad sobre aquel al que llamáis Dios en la tierra...

Aquí os he regalado la verdad más absoluta, como testimonio por escrito de algo colosal y majestuoso venido de una sabiduría de eones, mientras ya salgo de la que era mi casa reptando, dejando tras de mí ese rastro de babas azules y verdosas. Mis hermanos, mis iguales, los que antes eran mis vecinos y los de más allá de todo tiempo y espacio me están llamando a reunión en el bosque. Cada segundo que pasa, cada partícula de mi ser se une más y más con el todo. Ahora sé, sin necesidad de preguntar. Ahora sé quién es el extraño hombre que nos visitó en la aldea. Sólo os diré una cosa. No lo temáis, pues él es el camino hacia el conocimiento infinito, orgásmico y total. ¡Él es la llave que abre toda puerta! ¡Él es el que dota! ¡Él es el que regala conocimiento! ¡Él es el que modela la vida! ¡Él es el que crea a su imagen y semejanza! ¡Él es Gastatoth, el Dios de las formas!



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