“Manuscrito
descubierto en el diario del desaparecido Jacob Callen”
Escribo
estas temblorosas e irregulares líneas en las hojas de mi viejo y confidente
diario. Ya sé que me queda poco tiempo en este pútrido, decadente y vetusto
mundo. Y a los dioses doy gracias por ello y de que por fin esa hora esté
cerca. Mientras escribo, miro con repugnancia e incredulidad los restos de la
que una vez fue mi mano derecha. Y digo bien, oh sí, esta maldita fiebre está
cambiando tanto mi mente como mi cuerpo. Lo que antes era el cuerpo fornido y
esbelto de un trabajador que se dedicaba a sus tierras para sacar su sustento
honradamente, ahora es una especie de masa informe y reptante llena de pústulas
eclosionadas y trozos de piel jironados. ¡Maldito sea el día en que aquel
hombre foráneo llegó a la aldea de Úkitah! ¡Maldito sea!
Me
cuesta escribir, pues como os digo, lo que una vez fue mi mano ya no lo es.
Pero haré un esfuerzo. Daré al mundo testimonio y fe de cómo aquel extraño
hombre trajo consigo esta insólita fiebre que ha asolado casi por completo mi
humilde aldea. Ahora recuerdo bien a los Thompson, los Hammill, los Sallow, los
Berrycloth… tantas y tantas buenas personas… Y sí, digo bien cuando me reafirmo
en decir que esta fiebre casi ha acabado con toda señal de vida humana en la
aldea, puesto que yo soy el único que queda aún en ella. Pero no falta mucho ya
para que me marche también.
Como
os digo, la fatalidad cayó sobre nosotros cuando ese extraño extranjero
apareció. El día que llegó, formó un gran revuelo debido a que no era costumbre
recibir a forasteros por Úkitah, una aldea tranquila y alejada de otras tierras
circundantes. Llegó caminando, solo, únicamente acompañado de un pequeño
maletín de color poco usual y de singulares formas. Perfectamente ataviado, el
hombre vestía un reluciente y peculiar traje oscuro, aunque lo que más llamaba
la atención era su perfecto e inmaculado sombrero de copa negro. Al llegar al
centro de la aldea, donde se encontraba el pozo de agua que daba sustento a
toda la pequeña población, el hombre se paró. Abrió su pequeño maletín y
extrajo un diminuto y raro objeto. Tenía forma de una especie de vaso, pero el
color, al igual que pasara con el maletín, era extraño y, además, parecía
tallado de una piedra muy peculiar y no conocida, por lo menos por el que os
escribe estas líneas. El susodicho, con la mano izquierda, dio un gran tirón de
la cuerda que sujetaba el cubo que nos permitía sacar aquel líquido y, casi sin
esfuerzo alguno, extrajo del pozo el cubo rebosante de agua. Metió el inusual
vaso dentro del cubo y lo rellenó con el fresco y cristalino líquido vital. A
continuación, se acercó el vaso a la boca y sin más, procedió a beberla. Tras
hacerlo, deslizó lentamente la cuerda que aún sostenía con su mano izquierda y
devolvió el cubo de nuevo a las profundidades del pozo. Acto seguido, sacudió
el vaso de piedra para quitar los restos de agua de su interior y volvió a
guardar en su maletín tan extraordinario objeto, no sin antes secarlo con un
pañuelo con esmero y dedicación. Hecho esto, se dio la vuelta y empezó a
caminar y caminar, hasta perderse en dirección al bosque. Esa fue la primera y
la única vez que alguien de la aldea vio a ese hombre.
En
los días venideros, la vida en Úkitah siguió de manera normal y monótona. Los
hombres trabajaban la tierra y cuidaban del ganado, las mujeres atendían a los
hijos y preparaban la comida, los niños correteaban y jugaban por la aldea…
Hasta que un día, la niñita de los Hammill, Eden, enfermó gravemente. Su padre,
un buen hombre y muy trabajador, me dijo algo sobre una extraña fiebre que le
había entrado y que la tenía en cama. Pasaron unos cuantos días y le volví a
preguntar al señor Hammill por el estado de su hija. Para sorpresa mía, me
contestó de feas maneras y me mandó al diablo. Me quedé estupefacto y anonadado
pues no era hombre de tan grosera educación.
Volvieron
a pasar varios días más, creo que un par de semanas, y llegó a mis oídos que la
pequeña Eden había desaparecido sin dejar rastro alguno. Bueno… En cierto modo
sí que dejó un rastro. Un extraño rastro de babas, líquido pegajoso y de trozos
de piel. Aquel inhóspito vestigio indicaba que lo que pululó por él, se dirigió
inequívocamente hacia el bosque. Muchos fueron los hombres que se organizaron
para hacer batidas en aquel frondoso terrero para encontrar a la pequeña o, en
el caso más desgarrador, hallar su cadáver, aunque todo hiciese indicar que
sería esto último. Muchos fuimos los que buscamos por aquel bosque durante
horas, pero solo unas inexplicables palabras salidas de la boca del señor
Hammill, me hicieron sentir un escalofrío que me recorrió la espalda. Las
palabras exactas fueron que jamás la encontraríamos. Casi sin que diese tiempo
siquiera a pestañear, varios hombres se dirigieron hacia él con intención de
atraparlo, debido a que aquellas palabras suyas parecieron una inculpación en
toda regla, la cual, daba como culpable de la desaparición de la pequeña Eden a
su propio padre. Pero el señor Hammill fue más rápido que todos esos decididos
hombres. Sin que nadie lo esperara, sacó un cuchillo que guardaba al cinto y se
rajó el cuello, al mismo tiempo que balbuceaba ensangrentado que no sabía en
qué diablos se había convertido su hija.
Esas
palabras retumbaron fuertemente en mi cabeza con el discurrir de las horas de
ese fatídico día.
Y no
fue hasta un par de días después, cuando todo empezó a tornarse más misterioso
y perturbador. Esta vez fueron la señora Sallow, el señor Thompson y el hijo de
este, quienes desaparecieron también tras dejar unos inquietantes y pringosos
rastros, no sin antes sufrir de las extrañas fiebres que estaban castigando la
aldea. Otro hecho singular fue el que le ocurrió a la señora Rendell. La señora
Rendell era una mujer anciana, si no la más anciana de la aldea. Mujer de
muchos años, vivió felizmente durante toda su vida en Úkitah junto con el señor
Rendell, el cual ya falleció hace tiempo debido a una herida mal curada sufrida
durante el trabajo. El caso es que la anciana, tras los sucesos anteriormente
mencionados, salió una noche de su casa en camisón, gritando y corriendo sin
rumbo como alma que lleva el diablo. Una vez que todos los vecinos estuvimos
fuera de nuestras casas debido al gran alboroto formado por ella, la observamos
con horror, al mismo tiempo que caía desplomada al polvoriento suelo. Rápidamente
el señor Sallow y yo, fuimos en su ayuda. Tras voltearla, el señor Sallow la
soltó enseguida debido a lo que vio. La señora Rendell estaba muerta. Pero no
solo eso, además, tenía la piel abierta, como hecha jirones, y gran parte de su
cara estaba cubierta de pústulas sangrantes que estaban empezando a eclosionar
soltando una especie de pus maloliente y espesa.
Pero,
sobre todo, lo que aún recuerdo a día de hoy y recordaré siempre, fueron las
palabras que me dijo el señor Sallow. Me dijo que su piel ardía, que ardía
tanto que quemaron sus manos. De nuevo aquella maldita fiebre.
Fue
ella, La señora Rendell, la persona más anciana de toda Úkitah, el único
cadáver que se pudo enterrar junto a la iglesia a causa de estas miserables
fiebres. Cosa curiosa y peculiar…
Fue
entonces, cuando los ya escasos cabezas de familia y adultos de la aldea, nos
reunimos en conclave para intentar dar luz a tan inexplicables sucesos. Y sí,
fue en esa reunión donde todos coincidimos en que aquel cetrino y alargado
extranjero, trajo consigo aquel mal. Pero sobre todo aquellas inexplicables
fiebres que hacían a las personas enfermar de forma tan violenta.
Rápidamente actuamos. Derrumbamos y tapamos el
gran pozo de agua que construimos entre unos cuantos hombres de la aldea
décadas atrás. Daba igual. Había que erradicar este mal. Ya buscaríamos otra
fuente de agua potable de la que suministrarnos. De algún modo, ese hombre lo había envenenado
con aquel vaso de color y material poco comunes, y con ello el agua que bebía
toda la aldea haciendo enfermar a sus gentes. ¿El motivo? No lo sé. ¿Acaso el
diablo necesita un motivo para hacer el mal? ¿Acaso las desgracias no ocurren
porque sí? ¿No somos meros peones en un mundo donde fuerzas que no conocemos
nos hacen bailar a su antojo?
Ahora
ya poco importa todo. En un breve periodo de tiempo, el resto de las personas
que vivían en esta pequeña pero agradable aldea se fueron yendo casi por
completo. Habían desaparecido. No había cadáveres, solo un rastro pringoso y
espeso de babas verdosas y azuladas salían de las casas destino al bosque. Uno
tras otro, todos se fueron marchando. Siempre lo mismo. Siempre de la misma
forma…
Fue
una noche, la noche que contaba diez días después de la luna llena, en la que
empecé a no encontrarme bien y oí una especie de cánticos provenientes del
bosque. La noche era agradable y clara. Los chotacabras graznaban en la lejanía
del bosque y en la ya casi extinta aldea. Aunque unas grandes fiebres se me
empezaban a manifestar, las cuales me desestabilizaban y me perturbaban, logré
ponerme en pie de la cama y vestirme. Acto seguido, salí de casa y un suceso
extraño, de mal agüero diría yo, tuvo lugar. Tras girar a la derecha de mi
humilde morada, pude ver en el establo de la ya desaparecida familia
Berrycloth, a un grupo de chotacabras bebiendo la leche de las ubres de las dos
cabras que aún quedaban con vida. Instintivamente y casi sin fuerzas, debido a
la profusa fiebre, espanté a esos animales del diablo para que dejasen en paz a
las pobres cabras que aún quedaban con vida. O eso me pareció a mí. Cuando me
acerqué a ellas, pude ver como las cuencas de los ojos de éstas, estaban vacías
y llenas de gusanos. De un respingo me puse en pie y froté fuertemente mis
ojos. Fue entonces cuando el hedor me vino y supe que ya poco o nada en la
aldea se encontraba con vida. Salí de allí como pude y me dirigí a la salida de
la aldea, para ir tras ese enigmático canto que oí desde mi casa y que tanto me
llamaba en mi interior. Mientras caminaba torpemente, observé en toda la
esplanada del cielo, justo encima del oscuro bosque, una especie de luces muy
extrañas y coloridas las cuales se movían de forma titubeante. Esas luces no
eran de este mundo. De eso no tengo dudas. No estaban formadas por ningún
efecto de la noche, del sol, de la luna ni por nada conocido. Eran unas luces
que parecían tener vida propia. Como si las luces hablaran. Sí, las luces me
hablaban. Me hablaban en mi interior. Esas luces parecían como si formasen un
todo y a la vez una nada, estando en perfecta sincronización. Aún ahora,
mientras doy fe trabajosamente en este escrito, dudo de si fue una visión
creada por las fuertes fiebres.
Cuando
ya me encaminaba con un esfuerzo sobrehumano a la salida de la aldea, algo me
hizo quedar parado repentinamente, casi petrificado por el horror. Era un bulto
negruzco, amorfo, ciclópeo, medianamente grande, el cual estaba justo en el
camino de entrada que daba al bosque. Todo mi ser ardía y el sudor corría sin
control por mi cuerpo debido a aquella extraña fiebre que no cesaba. Me
restregué los ojos con las manos para espabilarme un poco y tras observar de
nuevo, ahora lo vi claro. Era ese hombre. El maldito hombre enjuto y alargado
vistiendo ese inusual traje con sombrero de copa y maletín en mano que aquel
día llegó a la aldea para maldecirla. De pronto, unas palabras secas y
profundas me taladraron los oídos:
-
Aún no… -.
Intenté
vociferarle algunas palabras, pero todo fue en vano. Todo se volvió negro de
repente. Me desmayé.
Días
más tarde, creo yo, desperté en mi casa, recostado sobre mi camastro. No tengo
ni idea de cómo diablos volví a ella. Las fiebres eran ya muy intensas y en mi
cuerpo, pude observar que se empezaban a crear unas pústulas de no muy buen
aspecto. Quise levantarme de la cama para buscar ayuda, pero de repente caí. A
estas alturas ya debería de ser el único ser vivo en toda Úkitah. Solo me
quedaba esperar a la parca… o eso creí yo en ese momento.
El
tiempo pasó y llegamos al día en que os estoy escribiendo este testimonio de fe
irrefutable. El cambio físico en mí es ya evidente. La carne humana ya no forma
parte de mí como tampoco sus huesos. La fiebre sigue estando, pero ya no es
dolorosa ni molesta. Es como si a través del cambio físico, la fiebre formase
ya parte de mí y a través de ella aprendiera. Y digo bien, mientras escribo en
mi viejo diario la última parte de este relato, mi sabiduría y mi consciencia
poco tienen ya que ver con la obsoleta forma de existencia que tenéis los seres
humanos. Ya no tengo dolor. Ya no tengo miedo. Ya no tengo preocupación hacia
un futuro desconocido. Ya no necesito realizar las necesidades básicas de un
cuerpo humano arcaico y desfasado. Ya no me duele mi mano al escribir en mi
diario porque, directamente, las letras aparecen escritas en la hoja sin
necesidad de tocar físicamente la pluma que estaba utilizando hasta ahora. Tan
solo necesito imaginar que escribo para que así sea. Mi mente ya no es
prisionera de este tiempo y lugar. Mi yo ya no se rige por vuestros erróneos y
anticuados principios físicos y matemáticos. Ahora he ido más allá. Ahora
conozco estrellas, galaxias y lugares que jamás, ni en mis más alocados sueños
de juventud, creí imaginar. Ahora conozco el idioma de los Ganameos, de los
K`gulag, de los blasfemos y peligrosos seres de la gran Thalirosia, de los
quisquillosos seres pigmeos de la baja Cilaki… Ahora soy un todo con los
universos, las galaxias y los espacios no euclidianos. Ahora sé la verdad sobre
los creadores de mundos. Ahora sé la verdad sobre aquel al que llamáis Dios en
la tierra...
Aquí
os he regalado la verdad más absoluta, como testimonio por escrito de algo
colosal y majestuoso venido de una sabiduría de eones, mientras ya salgo de la
que era mi casa reptando, dejando tras de mí ese rastro de babas azules y
verdosas. Mis hermanos, mis iguales, los que antes eran mis vecinos y los de
más allá de todo tiempo y espacio me están llamando a reunión en el bosque.
Cada segundo que pasa, cada partícula de mi ser se une más y más con el todo.
Ahora sé, sin necesidad de preguntar. Ahora sé quién es el extraño hombre que
nos visitó en la aldea. Sólo os diré una cosa. No lo temáis, pues él es el
camino hacia el conocimiento infinito, orgásmico y total. ¡Él es la llave que
abre toda puerta! ¡Él es el que dota! ¡Él es el que regala conocimiento! ¡Él es
el que modela la vida! ¡Él es el que crea a su imagen y semejanza! ¡Él es
Gastatoth, el Dios de las formas!
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